Eliud Kipchoge, el
maratoniista más rápido de la historia, lleva una vida espartana en unas
humildes instalaciones a más de 2,000 metros de altitud.
POR LOS CAMINOS de tierra que atraviesan Kenia se entrenan
los mejores atletas de larga distancia del mundo, especialmente en la zona
central del Valle del Rift, por encima de los 2,400 metros de altitud. Aquí se
ha gestado la leyenda de Eliud Kipchoge (condado de Nandi,
Kenia, 1984), el maratonista más rápido de la historia. Hasta esa zona del país
se desplazan cada año atletas de todo el mundo para conocer el secreto de los
kenianos.
“¿La clave? Amar este deporte. Mi vida es correr, no puedo
imaginarme en otra cosa”, afirma Kipchoge. Oro olímpico en Río 2016, sigue
una disciplina espartana que le ha permitido ser el hombre récord de la
distancia mágica de los 42.195 kilómetros (2h 1m 39s, en 2018 en Berlín).
Kipchoge, recientemente galardonado en los Premios Laureus como el protagonista
de la mayor hazaña deportiva del año, exprime en cada carrera su cuerpo fino y
fibroso contra los límites del hombre. Aunque él insiste en que no existen. “Me
preparo para dar lo mejor de mí y superar mis marcas. No creo que haya
límites”.
Algo antes de que amanezca, los corredores del NN Running
Team en la pequeña localidad de Kaptagat, entre los que está
Kipchoge, ya están con las zapatillas puestas. Poco después de las seis de la
mañana, el grupo comienza a rodar a paso ligero por los caminos de polvo que
rodean el campo de entrenamiento. Así de lunes a sábado, excepto los días que
van a la pista de Eldoret (a unos 20 kilómetros).
Cuando aparecen los primeros rayos de sol, los atletas ya
están a pleno rendimiento. Pisadas con ritmo constante, de zancada larga y
leve. En carrera, es difícil ver a Kipchoge con síntomas de sufrimiento. Ni
entrenando, ni en competición. Todo lo contrario: sonríe. “Sonreír es lo que
hace que te muevas, aunque, como todos, siento dolor. Es parte del deporte.
Pero sonreír me sirve para olvidar los dolores musculares y disfrutar de la
carrera”.
Esa mentalidad positiva la mantiene tanto en competición
como entrenando. Ya sea en las series en la pista de arcilla de Eldoret o en
las tandas largas (de 30 o 40 kilómetros) a través del bosque de eucaliptos y
pinos de Kaptagat.
Mientras entrenan en Eldoret, alrededor de la pista van
formándose grupos de estudiantes universitarios que no quitan ojo a sus ídolos.
Algunos entrenan al mismo tiempo que las estrellas y otros comenzarán después.
Quién sabe si entre ellos está el próximo maratonista que coquetee con bajar de
las dos horas, el Everest de la disciplina. Hasta ahora, parece que eso solo
está al alcance de Kipchoge.
Este keniano de mirada fija, casi desafiante, ya acaricia
esa barrera con la yema de los dedos. En Monza (2017) se quedó en 2h 25s,
aunque en una prueba cargada de controversia. Por un lado, por la polémica
sobre el posible dopaje tecnológico con la aplicación de los últimos adelantos
en biomecánica y materiales deportivos. Y por otro, por las condiciones
extraordinarias que no se dan en una carrera oficial: liebres de refresco que
entraban y salían, un coche que marcaba el ritmo y además les cortaba el viento…
¿Es posible hacer ese tiempo en un maratón común? “Creo que sí. Para mí, esa es
mi mejor marca, el tiempo al que me enfrento”, afirma convencido, aunque se
quita presión sobre si logrará bajar de las dos horas: “No sé si lo conseguiré,
pero esa barrera se romperá algún día”.
El día a día del hombre récord, así como de la
treintena de integrantes del NN Running Team, está marcado por intensas
sesiones de entrenamiento. De mañana y de tarde. Entre ellas, mucho descanso,
bromas, algo de televisión, lectura (Kipchoge es un apasionado de los libros) y
algunas tareas domésticas. Todos sin excepción lavan sus ropas y entran en los
turnos de limpieza de los baños. “Me ayuda ser uno más del grupo. Y creo que
también es bueno para los atletas jóvenes, para que vean que este estilo de
vida ayuda al éxito”, sostiene el campeón olímpico, que vive allí de lunes a
sábado.
Esa forma de vida es difícil de imaginar en otros
deportistas de élite. Incluso el campo de entrenamiento no se parece en nada a
lo que se esperaría de un centro de alto rendimiento. Hay un jardín con sillas
de plástico alrededor de algunos árboles y varias vacas en la zona contigua
para tener leche fresca. En la parte construida, una pequeña habitación para
masajes, otra con un televisor y una biblioteca, una modesta cocina y una sala
alargada para comer. Además, dos zonas separadas (una para hombres y otra para
mujeres) donde están las habitaciones de los atletas y los baños. Una vida con
lo estrictamente necesario.
“El centro se ha convertido en un ejemplo de este tipo de
entrenamiento y de vida”, explica Patrick Sang, entrenador del equipo, quien
conoce desde hace casi 20 años a Kipchoge. “Vino a pedirme un programa de
entrenamiento cuando era adolescente y cada dos semanas volvía a por más. Tenía
muy claro lo que quería conseguir”, recuerda Sang. Todo fue muy rápido. Tanto
que, solo tres años después de aquello, Kipchoge se atrevió en 2003 a atacar a
El Guerrouj y a Bekele en la mítica final de 5,000 metros del Mundial de París.
Y se llevó el oro.
Pese a los éxitos, no olvida de dónde viene. “No tuvo una
infancia fácil y por eso vive de forma sencilla, sin ostentación y ayudando siempre
a los demás”, afirma el español Marc Roig, fisioterapeuta y supervisor de
ejercicios del equipo. Kipchoge es un ejemplo para los kenianos. Y la
referencia de muchos niños en un país en el que el deporte es casi una
religión. “Ayuda a muchos jóvenes atletas e incluso llega a ser su
patrocinador”, cuenta Sang. Algo que no publicita, entre otras cosas porque el
dinero es un tema tabú. El mejor maratoniano de la historia no entra en
números, aunque sí matiza: “Se gana un buen dinero. No demasiado [en comparación
con otros deportes], pero suficiente para mí y para mi familia”. La suya es una
vida a la carrera que todavía no vislumbra su línea de meta.
Fuente: https://elpais.com/